Durante milenios, la mujer se transformó en el grupo humano más expuesto al prejuicio, siendo víctima de incontables tipos de segregación histórica. Helena de Troya fue vista como moneda de cambio entre dos reinos. A Medusa los dioses la convirtieron en un monstruo por jactarse de su belleza. Eva, en la Biblia, terminó siendo condenada a obedecer eternamente a su marido. No siguió las reglas impuestas en el Paraíso y hasta se la responsabilizó del Pecado Original. Todas estas mujeres reúnen rasgos de postergación cultural, opresión e incluso anulación. En la Edad Media se llegó a discutir si aquel ser tan distinto al hombre era una persona, planteando en el Consejo de Macon la posibilidad de que no poseyera alma. La imagen femenina posterior al “tiempo de las diosas paleolíticas”, es capaz de remontar sus profundas ataduras culturales, incluso, hasta tiempos heroicos. Fue entonces cuando el mito conformó la dura herencia que nos identifica hoy como civilización.
¿Quién era Eva?
El narcisismo masculino que suele manifestar el pensamiento mítico de occidente, no ha tenido la capacidad de desentrañar el verdadero secreto que guarda Eva, la mujer de Adán. Única en el Génesis, se pierde en su propio pasado casi sin datos. Para algunos estudiosos de la Biblia, sus raíces escaparían del sustrato testamentario. Las corrientes esenciales del pensamiento judeocristiano que se generaron con la caída del Imperio Romano, resultan insuficientes para dilucidar quién fue.

Freeddman y Mazar en “Arqueología de la Biblia” (Lerú, Buenos Aires, 1984), observaron tempranamente que los argumentos bíblicos se generaron en la matriz más antigua que conoce la humanidad, en los imperios perdidos que fructificaron precisamente en Oriente Próximo. A pesar de su lejana cronología y su geografía exótica, resulta razonable ver que la mujer que habitó Edén no se inspiró en una imagen elegida al azar.


La pieza clave en todo este asunto, proviene de una obra muy antigua escrita en Babilonia. El “Enuma Elish”, que en la lengua de los acadios quiere decir “cuando allá en lo alto”, es una pieza poética que data del tercer milenio a.C., donde autores anónimos cuentan cómo y cuándo se creó el mundo. Por intermedio de grandes escenas, la obra celebra la existencia del todopoderoso dios Marduk que nació para vencer al caos, representado, no casualmente, por una diosa llamada Tihamat. El poema culmina cuando Marduk destruye a la diosa y crea al hombre. Resulta que el consorte de la exánime Tihamat, llamado Kingú, en los últimos tramos del Enuma Elish, es brutalmente asesinado por Marduk, que usa sus restos para moldear el cuerpo humano (“El pensamiento prefilosófico”, Frankfort y Jakobsen, Fondo de Cultura Económica, México 1980). Sin embargo, la creación de la mujer como un ser singular pasa completamente inadvertida.

Ahora bien, partiendo de este punto, para que Eva apareciera en el contexto de la cultura universal, la exégesis observaría una serie de circunstancias transformadoras mucho más complejas.
Dentro de la acumulación de conceptos, filosofías y argumentos vertidos a lo largo del desarrollo cultural que originó el texto bíblico, terminarían conciliándose en el Génesis una serie de leyendas que proyectan al menos cuatro fuentes distintas, las cuales inspiraron el tradicional relato de la creación de la humanidad.
La primera versión es seguramente muy antigua, porque Dios habla de sí mismo en plural. “Dijo Elohim: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella” (Génesis 1:26).
La segunda versión es donde el autor dota a Dios de un nombre propio. “Yhwh procedió a formar al hombre del polvo del suelo y a soplar en sus narices el aliento de vida, y el hombre vino a ser alma viviente” (Gén. 2:7).

La tercera versión, habla por primera vez de la mujer. “Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios, macho y hembra lo creó” (Gén 1:27).
Recién, la cuarta versión, concluye diciendo que la mujer no es creada a partir de una decisión espontánea de la divinidad, sino que surge del propio cuerpo de Adán. “Entonces Dios hizo caer un sueño profundo sobre el hombre, y éste se durmió; Dios tomó una de sus costillas, y cerró la carne en ese lugar. 22 Y de la costilla que Dios había tomado del hombre, formó una mujer” (Gén 2,22).

Todas estas interpretaciones son conflictivas entre sí y terminarían proporcionando, por su sola existencia, gran cantidad de argumentos teológicos respecto a la identidad de Eva. La historia de la diablesa Lilith tiene su origen en estas discrepancias. Durante la Edad Media los rabinos interpretaron que Génesis 1:27 representaba la creación de una mujer y Génesis 2:22 la creación de otra distinta a la primera. En general este asunto es tratado como una leyenda popular, sin embargo, existen numerosos textos místicos que avalan dichos términos. La compleja discusión que atañe a Lilith se expuso ya en tiempos antiguos. Isaías 34:14 la nombra al menos una vez, identificándola como a un espíritu nocturno. Pese a todo, la asociación de este misterioso engendro con Génesis 1:27, puede ser posterior a la propia escritura de la Biblia, habiendo nacido en tiempos bizantinos. Lilith es descripta detalladamente en un libro medieval llamado Midrash, que consiste en la interpretación de la lectura bíblica.
Un monstruo en el Edén
Hay que decir, más allá de lo establecido sobre la creación del hombre entre los acadios y los hebreos, que la mujer de Adán fue llamada Eva sólo después de la expulsión del Paraíso, transformándose durante los pasajes subsiguientes, en el personaje más peligroso de la creación. Lo más sobresaliente que Eva hace, es protagonizar una trama siniestra con una misteriosa “serpiente”, a fin de tenderle una trampa a Adán para “expulsarlo del Paraíso”. Algo así unió el pecado a la figura femenina por milenios.
Ahora, como hemos dicho, el mito del Edén da cuenta de la existencia de este animal semidivino, al que se denomina simplemente “serpiente”. Sabia entre todas las bestias, podía interpretar de manera unilateral la palabra de Dios. Si recordamos el capítulo 3:1 del primer libro de la Biblia, vemos que la serpiente es presentada sólo diciendo que “era más astuta que cualquiera de los animales del campo”. Pero, al prestar más atención al texto original escrito en hebreo, advertimos que la palabra najash, serpiente, se parece bastante al término acadio mashasha o mušḫuššu, que era una de las formas que solía tomar el ya nombrado dios Marduk. Bajo la apariencia de un dragón, este dios moraba en las alturas de un templo al que los babilónicos denominaban Zigurat, algo así como un “árbol cósmico”.

Según la iconografía registrada por el arqueólogo Robert Koldewey en la puerta babilónica de Ishtar durante sus excavaciones a principios del siglo XX, el dios Marduk se veía como una víbora con altas extremidades y, a veces, alas de oro. Esta criatura sería muy poderosa, porque, a pesar de parecer un animal, pensaba como un dios. Seres de este tipo protegían ciertos puntos del mundo, donde se ubicaban los templos más prestigiosos de la mitología antigua e incluso de la medieval. La figura del “dragón” en las novelas góticas de caballería, tiene sus bases en el mismo antiguo concepto de la serpiente sobrenatural.

Resumiendo, si la figura de la najash bíblica viniera de esta misma tradición oriental, tal vez podríamos estar hablando de un hecho cosmogónico sin precedentes. Los términos bíblicos describen a un ser muy parecido al retrato del monstruo mítico que atormentaba tanto a los acadios como a los babilónicos. El mušḫuššu, cuyas imágenes son truculentas, desorientaba de tal manera a los antiguos sacerdotes, que preferían satisfacerlo con sacrificios antes de combatirlo.
Si, como lo demuestran la filología y la iconografía, ambos monstruos provienen del mismo sustrato cultural y por lo tanto geográfico, entonces la figura de Eva no podría ser más que la representación de una sacerdotisa pagana. Incluso, algún tipo de pitonisa que conocía la forma de comunicarse con el terrible mušḫuššu.
Eva entre los griegos
Sin embargo, la profundidad de la personalidad de Eva trasciende cualquier paralelismo con las cronologías antiguas. Subsiste incluso en los anales de la civilización más allá de Medio Oriente y se replica a través de otras mujeres surgidas de mitologías más cercanas.
Una de esas mujeres es Medea, la protagonista de la “Argonáutica” de Apolonio de Rodas. Otra resultaría ser Pandora, a la cual describe Hesíodo en su intrincadísima “Cosmogonía”. El episodio donde tanto Eva como Medea se comunican con una serpiente que habita en un árbol, parece provenir de una misma fuente. Debe tomarse en cuenta además que la historia de la creación del hombre y su consiguiente caída, es un episodio de carácter pedagógico. La visión griega también cuenta con este aspecto, aunque el detalle instructivo es más sobresaliente en la historia de la “Pandora hesiódica”. Como la esposa de Adán, Pandora desoyó a los dioses y expuso al mundo a toda clase de calamidades.

En cualquier caso, la imagen de Eva transita todos estos arquetipos y se transforma en la corruptora de Adán. Responsable de la expulsión del Edén, es condenada a “parir con dolor”. También a la serpiente Dios le asegura que caminará sobre su vientre. En definitiva, este tipo de mitos tienen un nombre. Se denominan “mitos etiológicos”: buscan respuestas para circunstancias conocidas que no tienen explicación. En el caso que nos ocupa, une dos preguntas muy antiguas: “por qué las mujeres sienten dolor durante el parto” y “por qué las serpientes no tienen extremidades”. Ensamblando arbitrariamente ambas circunstancias, surge una asociación del sufrimiento humano con las malas decisiones femeninas, representadas por la influencia inmoral de la serpiente. “Fue la mujer”, le explica Adán a Dios cuando es reprendido por comer del fruto prohibido. Eva, que hablaba con el monstruo que habitaba el árbol del Bien y del Mal, estaba abierta a la seducción de los misterios de la naturaleza. ¿Podía existir algo más peligroso?