El tema AMIA aún es una herida abierta, que resulta signo de un profundo dolor dentro del judaísmo, pero también para toda la sociedad argentina. Con estatus político desde los años 90, el tema deja entrever, por su propia esencia, una y otra vez la mirada de los diversos oficialismos de una manera oscura, con un matiz siempre dudoso y cercano a la sospecha. AMIA fue una mutual judía devastada en Buenos Aires por un acto terrorista que dejó, como saldo, 85 muertos. Por esas cosas que la cultura política tiene, el caso parece incomodar a todo aquel que lo esgrime, como si de una brasa se tratase. Sin embargo, resulta seguramente la causa más proverbial de nuestra sociedad desde hace veinte años. Sucede que, quizás por su vinculación con el judaísmo y su larga tradición, que viene del principio de los tiempos, hace revivir, de manera casi misteriosa, ambientes y conflictos bíblicos. En boca de los políticos locales de las últimas dos décadas, suena aún como la vieja teoría testamentaria de los Chivos Expiatorios.
Existen dos figuras que alimentaron las diversas facciones de poder a lo largo de la historia. Una, la exculpación y la otra la conspiración. Según la gestación de determinado eje político, es posible ir a la caza de un enemigo, imprescindible para justificar cualquier desmán. Nacen como de la nada siempre acuñando sistemas éticos que terminan reaccionando contra sus veedores, encarnados en el ciudadano común. Siguiendo el ritmo de la Causa AMIA, tiene su corolario en el oscuro episodio de la muerte del fiscal Alberto Nisman, que ha sacado a la luz, en estos últimos tiempos, las vinculaciones mafiosas que hay detrás de la “culpa engendrada en los pueblos”. “Suicidado: la muerte del fiscal Alberto Nisman”, de Gabriel Bracesco, ha filtrado argumentos que encarnan la esencia de lo que somos como sociedad. Es extraño, pero a la hora de hablar sobre el tema, en las calles de la ruidosa Buenos Aires brota dolor, angustia y ausencia de justicia, mentira y hasta una profunda escisión en el discurso interpersonal. El método de la duda de Descartes es la piedra fundamental de la filosofía. Entiende a grandes rasgos que todo lo que somos se reduce al pensamiento. Al estilo de Descartes los argentinos hemos ido demoliendo el saber monolítico a fin de poder llegar a la verdad. Sólo si existe un saber que resista todos los cuestionamientos, sólo así, estamos en presencia de una certeza. Descartes presenta esto en su análisis de la Metafísica. El epítome en este asunto es el proceso de solipsismo, que implica que no existe nada más allá de la existencia. Viene del latín «[ego] solus ipse» (algo así como «solamente yo existo«), sin embargo, al llegar a la verdad divina, todas las cuestiones humanas se desploman. La idea de perfección no es genuina. “Alguien la instaló en mí, por lo tanto Dios está ahí”, explica Descartes y concluye que Dios existe mediante la lógica. Pero esa lógica es propia de Descartes, no es la lógica por antonomasia. Entonces, el saber último implica entender que la verdad no está impuesta, sino que vive ahí. Está en el interior del hombre, en el interior de las sociedades. En el saber más íntimo de los argentinos. En las celdas más primitivas de nuestra esencia, en las fibras más sensibles del ser que se mantienen en desesperante silencio.
Algunos ritos antiguos existían para interpretar estas secuencias sensibles de la dinámica social. Ciertos animales fueron depositarios de las angustias y culpas de los pueblos, cuando no, del poder político. Eran animales criados, precisamente chivos, para encarnar a los desgraciados y sus desgracias. Los nombres rituales con los que se los conocía resultaban ser Azazel y Tofet, claramente descriptos por los autores bíblicos en el libro de los “levitas”, sacerdotes de los hebreos que entregaban uno a Dios y otro al desierto. En el caso de los griegos también existían dos clases de animales que limpiaban la polis de sus pecados más ignominiosos. En este caso eran denominados ambos con el apelativo de pharmakhos, “el que cura”. Los dos resultaban, en plena ceremonia, destinatarios de las ansiosas manos y estentóreos gritos de los ciudadanos que esperaban poner en ellos sus miserias más profundas, disputándose el destino de sus pedidos, pugnando desesperadamente el animal para sentirse inocentes, limpios de sus corrupciones cotidianas, de sus sinsabores y mezquindades. Cada uno necesitaba que el animal fuera suyo para hacerlo fiduciario de sus ambiciones. Obtener el perdón era más importante que la locura desatada por el ritual. Finalmente ambos eran sacrificados. Con su sangre se iban los pecados que, a la sazón, habían provocado que fueran cruelmente señalados, diferenciados del resto y perseguidos por una multitud que, vociferante, buscaba hundir sus culpas en la oscuridad, en la ignorancia, en el silencio que sobrevive al exorcismo. Los gritos de los tiranos, fundamentalmente culpabilizadores, se parecen mucho a aquellos gritos que vienen del pueblo intentando tocar al pharmakos. Tanto, que en sus arengas se cumple el destino de los Chivos Rituales. Uno murió y se llevó todo con su sangre. El sobreviviente soporta el griterío, la discordia, el dolor de no saber por qué se envilece su nombre en cada vociferación. Dentro de este contexto se yergue desde hace dos años el nombre de nuestro muerto expiatorio más célebre: Alberto Nisman no se defiende. El muerto ensombrecido por la intriga, la sospecha, la mentira y el doble discurso, en boca de políticos y gurúes que todo lo saben se convirtió en una moneda de dos caras. “Los dos Nisman”, dijo C.F.K en marzo de 2015, otorgándole mayor valor conspirativo a su investigación, a su denuncia y a su propia muerte. No hizo más que confirmar a viva voz las primeras sospechas que insinuó en su grupo más íntimo, amante de todas las conspiraciones. Llegado este punto tan álgido, el tan mentado grupo afín a los eternos complots, sigue hablando hoy de los muertos, como reclamando que “intercedan” –esa es la función del sacrificado en el acto de purificación–. Es como si, en el más antiguo de los rituales, el grupo que sigue fiel a los Kirchner recordara frente a los mártires sus innumerables actos redentores diciendo: “escúchennos, hemos sido buenos”. Pero nadie ha sido bueno aquí. ¿Es verdad que con Nisman se han ido todos los males de aquellos que depositaron el mal en él? A pesar de esa necesidad malhechora del pasado reciente, hoy el primer mandatario Mauricio Macri, en marzo de 2017, ha nombrado al fiscal otra vez y, de manera más inteligente que torpe, removió los escombros del dolor. Volvieron al Congreso de la Nación espectros que en realidad nunca se habían ido, porque quedaron con nosotros los verdaderos fantasmas de un país que aún no ha asimilado el horror para lograr expiarlo. Sin embargo, la esperanza, gracias a un irreverente milagro fundado por la memoria, ha logrado permanecer intacta, porque su ejercicio es, sin duda, una misión de todos.
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Sergio Prudencstein