Hazme reír. Un relato de Andrea Luna
Hazme reír

Como cada mañana Rob, a sus 70 años, se despertaba muy temprano para ensayar su función frente al espejo del dormitorio en el que surgían todas las aventuras que tenía para contar. Después de desayunar y lavarse los dientes, se ponía su nariz de payaso favorita, la más roja y grande que había tenido nunca. Rebuscaba en un viejo armario para encontrar aquella peluca rizada blanca, ahora con un tono gris por el paso de los años, y se la colocaba mientras tarareaba con voz aguda la canción con la que comenzaría la función.


Tras dibujarse una sonrisa con pintura blanca y roja, se dirigió al Teatro Sol, conocido por ser el teatro con más luz de la ciudad. La función de Rob no comenzaría hasta bien entrada la noche, le encantaba hacer reír a la gente cuando todos pensaban que dormirían pronto para madrugar y volver a sus aburridos trabajos. Era una forma dulce y perfecta de terminar el día. Como todavía quedaba tiempo, el anciano ensayó y ensayó durante todo el día, esperando ansioso la llegada de los niños, jóvenes y adultos. Todo tipo de personas eran bienvenidas para contemplar su espectáculo. Las 22:14, ni un minuto más ni uno menos, era la hora.

Decenas de niños ocuparon las primeras filas para así dejar ver al resto de personas, cientos de ellas. Sonó la música. Rob salió sujetándose los tirantes de su traje y apretó una pequeña flor que tenía cosida en la parte derecha. De ella salió un hilo de agua de colores y mojó a todos los niños. Cómo miraban a Rob, todos hechizados por la sonrisa de aquel payaso, alimentada por las risas del gran público. Continuó hasta las 23:14, ni un minuto más ni uno menos, haciendo reír y reír con escenas hilarantes. Cuando terminó, recibió una gran ovación de aquel maravilloso público. Le tiraron flores y confetis y salieron dejando el Teatro Sol vacío, pero lleno de felicidad.

Rob era la persona más feliz del mundo. Cerró los ojos de cara a los asientos vacíos y recogió en su mente toda la felicidad que había cosechado, día tras día, noche tras noche. De repente, una voz interrumpió su estado hipnótico.

-¿Ya has terminado, viejo?- dijo el vigilante del local. Un local ahora oscuro, viejo, y con capacidad para unas 10 butacas.

-¿Y el público?- preguntó Rob.

-¿Qué público? Has estado hablando solo más de una hora. Me he hecho el tonto varios días que llevas apareciendo por aquí. Siempre a la misma hora, siempre con el mismo discurso. Pero ya es hora de que llames a tu familia y te lleven con ellos, ¿no?- respondió compadecido el vigilante.

-Debo prepararme para mañana, tengo una función muy importante. – contestó confuso el payaso.

El vigilante del local abandonado llamó a un geriátrico dando el aviso de que un anciano vestido de payaso estaba completamente loco.

Mientras tanto, Rob caminó bajo la lluvia pensando en su próximo número, dejando atrás el Teatro Sol, realmente llamado Teatro Soledad, pero el tiempo había borrado la terminación del letrero, y también los recuerdos, la memoria y la lucidez de Rob.

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