Viajar es para unos un sueño, para otros un vicio, para todos una valiosa experiencia. Mi primer viaje no fue de turista, sino tras un sueño. Tenía 20 años en mi natal Uruguay, cuando decidí que el techo me quedaba bajo. Contra mis suposiciones, mis padres no insistieron demasiado en que me quedara, cuando les dije que, junto a un amigo, intentaríamos llegar a los Estados Unidos, la meca de los ambiciosos, la tierra prometida, el fin del arcoíris.
Después de poco más de tres meses de preparaciones, que en realidad fue vender todo lo de algún valor para juntar algo de dinero, estábamos listos. Un enero del 82 nos despedimos de las familias, en medio de lágrimas y abrazos. Mi madre diría después, “es la mejor forma de bajar de peso, extrañar tanto a un hijo.”
Argentina fue el primer paso, que quedó atrás en poco más de cinco días. Todo era risas, conocimientos, nos faltaban ojos. Acompañados de nuestros sueños, cruzamos el túnel a Chile, después de conocer Mendoza y ver por primera vez Los Andes. El frío que pasamos fue una pequeña muestra de lo que seguía. El desierto de Atacama tiene una bien merecida fama, de día te cocina, de noche… ¡te congela! Pero hay un calor que no encontramos en otro país antes ni después, el calor humano. Los chilenos son muy buenos anfitriones. Esa fue la principal razón de que no hayamos desistido ante la dureza del clima, la falta de comida y las largas caminatas con mochilas de más de diez kilos cada una en la espalda.
Conocíamos cada día una ciudad diferente, con una geografía espectacular. Frío, calor, hambre sed, nos acompañaban. También sucedía, a la par, algo curioso. El espíritu se templaba, las niñerías se enterraban en la arena, las quejas a mi madre por comida algo quemada o a mi padre por no tener dinero para el fin de semana, se transformaban en reciedumbre; nunca supe lo que tenía en mi interior, hasta que necesité de todas mis fuerzas. Mi compañero me seguía, entre risas, quejas y lágrimas. Sin él no tenía caso seguir, sin mí no tendría a quién seguir. Leer libros, mapas y demás, me convertían en un guía, no muy especializado, pero al fin y al cabo, alguien que sabía adónde ir.
Cruzamos Chile, nos recibió un Perú sucio, con Sendero Luminoso sembrando el terror, calles sucias y gente desconfiada, el otro extremo comparado con el país anterior. Con un intento de robo frustrado, más hambre del programado y unos cuantos kilos de menos, entramos una semana después a Ecuador. Un pequeño país, pintoresco, detenido en el tiempo, a la sombra del Chimborazo. Ayudados por gente buena, lo dejamos atrás, cruzando a Colombia, dónde nos revisaron unas diez veces las mochilas, a veces por el gobierno, otras por las FARC. Una geografía hermosa, selvas sin fin, aves de colores y la alegría de la cumbia. Tras una semana y media moviendo pulgares estábamos en la frontera norte, Barranquilla. Por no poder entrar a Panamá por cuestiones de visa y similares, conseguimos un vuelo, un vuelo sí, el primero en avión de nuestras vidas. Primera parada en la isla de San Andrés, la segunda en Salvador y le última, Guatemala.
«Miré atrás y pensé: no llegué adónde soñaba, sin embargo, llegué adónde me esperaban»
Desde ahí llegamos a México en dos días. Entramos a un país donde al parecer, a nadie le importaba mucho quién entraba ni que haría dentro. Debido a lo barato del tren lo tomamos, un tren lleno de ilusiones, nuestras y de decenas de aventureros de otros países, que como nosotros, iban tras el sueño americano. Poco más de cuarenta y seis horas después, llegamos a Monterrey, al norte, a dos horas de “los gringos”. Pero el hambre cobraba factura, con poco más de once kilos menos, mi cuerpo no daba más, estaba al borde del colapso. Además era invierno, un febrero frío como pocos. Después de caminar y hacer dedo por más de seis semanas, los cuerpos pedían descanso, las mentes estaban orgullosas. Tan cerca de la meta, decidimos descansar, trabajar y preparar el último paso. No se dio. Nunca. Nos quedamos en ese país, a dos horas de cruzar la frontera.
Comenzamos a trabajar, a pagar derecho de piso, nos fue bien. La gente nos ayudaba, nos animaba y la ley contra extranjeros ilegales era invisible. Tres años después, me casaba. Tuve a los cinco años mi primer hijo, y cinco más tarde, mi hija. Miré atrás y pensé: no llegué adónde soñaba, sin embargo, llegué adónde me esperaban, la felicidad, una familia, un buen pasar económico y sobre todo, adónde me esperaba un hombre. Uno que a fuerza de hambre, sed y lágrimas fortaleció su espíritu, su alma y su cuerpo de tal forma, que supo que si era capaz de esa hazaña, lo era de cualquiera otra. Hoy escribo, resumida, mi historia. La historia de muchos, la meta de pocos, el sueño de todos.
Si tienes un sueño síguelo, no le pongas fecha, tampoco hora y menos destino, solo levántate y camina, mirando el horizonte. Todos tenemos un destino, sin embargo muchos no se atreven a buscarlo, les gana el confort, el miedo, la comodidad.
Nadie sabe lo que puede lograr, hasta que lograrlo es su única chance.
Ariel A Berretta