Doña Ángela necesitaba un jardinero. Su casa era enorme, aun así se veía pequeña dentro del enorme parque en el que estaba situada. Desde la muerte de su esposo, ocurrida hacía poco más de cuatro años, todo parecía confabular en su contra.
Mantener todo medianamente ordenado era una tarea titánica para una señora de 68 años, a pesar de contar con buena salud. Una año atrás decidió que el parque era demasiado.
Más de cinco mil metros de árboles frondosos, que habían hecho las delicias de sus dos hijos jugando con su padre, ahora la ahogaban entre ramas caídas y pastos altos. En la pequeña ciudad no parecía haber alguien dispuesto a ayudarla. Añoraba los tiempos dónde la gente pasaba y se quedaban largos ratos admirando su casa, los jardines.
Salía poco, solo lo necesario para cubrir sus necesidades alimenticias. Durante años había sido una familia admirada y envidiada por muchos. Sin embargo, se daba cuenta de que los gastos eran más que la generación de intereses del banco. Parada frente al espejo, vio los años reflejados, una vida que pasaba. Estaba molesta por algo sin identificar, salió de la casa, iría por víveres, necesitaba salir.
El hombre, agarrado con sus dos manos de la reja estaba viendo los árboles. No hubo razón para ello, pero la molestó. Caminó hacia él y le increpó.
—¿Busca trabajo de jardinero?
El desconocido sonrió, haciendo una pequeña reverencia hacia ella.
—¿Habla en serio?
Arrepentida por el arrebato, no supo que contestar.
—No, bueno sí… por Dios. Esto necesita mucho trabajo, es un sueño, no tengo dinero para pagar por ayuda.
—¿Cuánto ofrece?
—¿Ofrece? Señor, estoy racionando hasta mi comida. No debí hablar con usted es todo.
—El destino es caprichoso a veces. Todo pasa por algo.
—Claro, esto me pasó por bocona.
El hombre rio con mesura. Ella no sabía cómo librarse de su propia trampa.
—Puedo ofrecer algo, si es muy poco, sabe qué hacer.
Ella hizo la oferta, el viejo estiró su mano. Sintió un calor especial al estrecharla, era una mano de trabajo, que, como decía su esposo, transmitía confianza al apretar.
—Tiene un jardinero.
—No sé qué hacer, en el garaje del fondo hay herramienta. No sé qué tanto puedo confiar en usted, espero no meterme en más líos de los que tengo.
—Si me lo permite, puedo empezar mañana. Hoy tengo mi día organizado.
—Por supuesto—sonrió ella, pensando con la facilidad que el tipo declinaba su oferta.
Lo vio perderse en la ciudad. Miró su casa, se avergonzaba de no poder ver casi nada por la altura del pasto. Caminó hacia la tienda de María, dónde surtía su comida.
El ruido la despertó. Un poco asustada y cerrando su pijama con una rebelde cinta de tela salió a la parte trasera de la casa.
—Por Dios señor, ¿sabe qué hora es?
—Hace muchos años que no uso reloj, lo siento.
—Pensé que no regresaría.
—Lo sé.
Pasó sus manos por el cabello cano, volviendo a la casa. Se sentía algo adormilada aún, aunque se daba cuenta de que lo que la molestaba, era la seguridad del viejo. Pensó en ir a la policía para saber de dónde había salido el tipo que ahora deambulaba en su parque. No podría dormir ya, incluso llegó a odiar a la calandria que todos los días emitía su bello canto desde el cedro frente a su ventana.
Dos semanas después el frente de la inmensa casa volvía a atraer las miradas de los paseantes. Llenó una jarra de limonada y tomó un par de vasos. Su jardinero, Alberto, era realmente bueno.
—¿Cómo le caería una limonada fresca?
—Si fue hecha con las mismas manos con que cocina, estará deliciosa seguramente.
—¿Mi cocina? Cocino cosas muy simples, no sea adulador.
—Tengo muchos años sobre la tierra, pero mis sentidos están muy bien. Huelo sus ricos guisados, tanto cómo huelo el pino, el cedro o cualquier árbol de éste sitio.
—Odio decirlo, mi casa es otra desde su llegada.
—Odiar es malo, no odie nada, envenena su espíritu.
—¿Fue cura?
—Ser espiritual no es rezar, ir a la iglesia. Es convivir con la vida que nos toca en equilibrio. Es ser feliz con lo que tenemos sin sufrir las carencias. Usted no sabe de carencias, eso me queda claro.
—Tengo dos hijos en Europa, fueron a estudiar, se casaron. La última vez que los vi, fue cuándo la muerte de su padre. Ocasionalmente me hablan.
El hombre era bueno para escuchar, una hora después sabía la causa de las tristezas.
—Señor, voy a comer. Si lo desea puede pasar.
—¿Dentro de la casa?
—No muerdo señor. Espero sea usted un caballero.
—Avíseme cuando esté lista.
Terminada la comida, el hombre se puso de pie.
—¿Adónde cree que va?
—A trabajar.
—Yo pago yo mando. Acompáñeme a un café.
—Así a la buena cualquiera.
—Gracias, ¿de dónde saca las ideas para arreglar los jardines?
—De mi mente, de mis recuerdos de viajes.
—Oh ¿es usted un viajero consumando.
Captó el tono de sorna. Sonrió.
—La próxima vez, traeré algunas fotos. Hay miles.
—¡No me burlé de usted!
—No dije eso.
—Pero lo pensó.
—Muy bueno su café, ahora volveré a mi tarea.
La doña se quedó en la mesa mucho después de que el hombre se fuera. Habían charlado de los viajes que de joven realizó, conocía más de una treintena de países. Le había enseñado como hacen los japoneses sus famosos jardines, también del palacio de Pretoria en Sudáfrica. De las variedades de cactus del desierto mexicano. Los hermosos bosques de Canadá y muchos otros.
—¿Debo pensar qué éste viejo puede estar horas contando sus viajes, sus aventuras, de lugares exóticos, y yo no pueda más que saber dónde está mi país al que ni siquiera conozco del todo a pesar de su pequeñez?
Miró alrededor, esa casa fue un símbolo para la pequeña ciudad de veinticinco mil habitantes. Era la medida de su escala social, era juzgada por su riqueza, envidiada por eso también. Sin embargo no había recuerdos especiales, diferentes a los demás, dónde nacen los hijos, se crían entre risas y juegos, se convierten en adolescentes y hombres después.
—¿Qué hice con mi vida? Se la entregué a un hombre para que mi madre pudiese presumir estar en la élite social. Me tocó un buen esposo y padre, un poco avaro, amigo de trabajar de lunes a domingo, con poco o nada de tiempo para la familia. Fui su sombra, solo eso.
Hincado en el suelo el hombre quitaba un arbusto. La vio venir con la jarra de limonada. Siguió con su tarea.
—Señor, usted me deja pensando cada vez que charlamos. Tiene mil historias para contar a sus nietos. Yo no sé qué haría con los míos si los pudiera ver.
—Usted señora, vale por lo que tiene. Puede enseñar su casa, su parque, sus cuentas de banco. Hay personas que con eso son felices, el dinero es su seguridad. Mi pensar es que lo que no quepa en el ataúd, no lo necesitas en vida.
—Más despacio que mis neuronas están oxidadas.
Dejó la herramienta y se puso de pie. En silencio.
—¿No va a decir nada?
—Escuche la calandria. Canta hermoso.
—Bueno ahora veo que le importa más ese pajarraco que yo.
—Señora, usted carga cosas negativas, arrepentimientos, es muy terca. Disfrute la vida cómo es. Nadie nos dijo que sería fácil. No podemos vivir dos veces para corregir errores. ¿Cuántos años tiene?
—Un caballero no pregunta la edad a una dama.
—No soy un caballero.
—Sesenta y ocho.
—La respuesta es incorrecta.
—¿Intenta decirme acaso que me quité años? Creo que me quedaré sin jardinero.
—No se altere. Esos años señora, ya no los tiene, ya pasaron, nada puede hacer con ellos. Los años que tiene o que tengo, no los sabemos. Podemos vivir cinco más, o veinte. Esos son los que deben ocuparnos. Haga un corte en su vida, mande al pasado al rincón de los recuerdos, porque si no lo suelta, no podrá agarrar el futuro.
Llenó dos vasos de limonada y pasó uno a su jardinero. Caminó dos pasos a mirar hacia el río. Le ardían los ojos, sentía el agua tibia en sus mejillas.
—Le pido una disculpa, no quise molestarla, solo es mi forma de pensar.
Sin decir palabra, lo dejó solo. La vio golpear la puerta de atrás, volvió a su trabajo. Por un momento sospechó que era su último día de trabajo. Al atardecer guardó la herramienta en el cobertizo, lavó sus manos en la llave del patio y enfiló a la salida.
—¿En su mundo no acostumbran despedirse?
Al voltear vio a doña Ángela con un vestido limpio, algo anticuado, un poco debajo de las rodillas, cabello peinado y un muy discreto toque de maquillaje. Abrió la boca mientras pasaba su mirada arriba abajo.
—¿Tiene fiesta hoy?
—Solo una cena
—Socializar ayuda, hace más fácil vivir. Que le vaya bien.
—Depende de usted ahora.
—¿Perdón?
—Usted señor, me va a invitar a cenar.
Levantó las cejas y sonrió.
—¿Sabe que dirá la gente sobre eso?
—Usted me ha enseñado en una semana, que he vivido la vida que los demás querían que viviese. Ahora viviré la mía; en este primer intento, usted saldrá conmigo.
—Deme una hora para ir a mi casa, me bañaré y cambiaré.
—Si tarda más de una hora, ya no vuelva. Odio esperar.
Se inclinó levemente delante de ella y partió a paso apresurado.
—Gracias por invitarme a cenar Alberto.
—Ha cambiado el brillo de sus ojos, ¿sabe? Ha recuperado unos diez años de vida.
—No sea adulador, no me llevará a una cama por ese camino. Aparte ya entendí que los años pasados eso son, pasado. Ayúdeme a vivir los que vienen.
—¿Ayudarle?
—Mis hijos no me ven, sienten que no les ayudo económicamente. No saben que ahora vivo al día.
—¿Se los ha dicho?
—No. Ellos no preguntan.
—¿Usted sí?
Ángela lo miró sobre la mesa del restaurante, mientras el mesero se llevaba la loza sucia. Dio un trago a su bebida.
—¿Qué les debo decir?
—La verdad, son sus hijos.
—Vamos a casa.
—Usted a la suya, yo a la mía.
—Dije vamos. Me auxiliará sobre que decir a mis hijos.
—Soy un jardinero señora.
—Y yo la madre Teresa. En el camino dígame cómo abordar el tema.
Habló más de media hora con sus hijos esa noche. Lloró otro tanto en el hombro de su jardinero.
—¿Por qué no lo conocí antes?
—Todos entramos a la vida de alguien, siempre. El momento lo elige el destino, tal vez no llegué cuando usted quiso, pero si cuándo lo necesitaba. Todo estará bien.
Cuándo Ángela abrazó a sus dos hijos en el aeropuerto dos meses más tarde, no pudo evitar que se nublara su vista. Eran dos hombres hechos y derechos, con familia e hijos. Viajaron solos por cuestiones económicas, pensaban que era mejor llevarla a ella a la madre patria, a traer un pequeño ejército.
Ese día llegó a regar. El parque era nuevamente la envidia de la ciudad. Había oído cantar a la patrona al llegar. Media hora después estaba con él.
—En diciembre pasaré navidad con mis hijos, me lo prometieron.
Él asintió en silencio.
—Gracias.
—Ponga las manos al frente, las dos.
Curiosa, hizo lo que le pedía su jardinero.
—Nunca detrás de su espalda, ahí no ayudan. Al frente atraparán un futuro de viajes, familia, historias.
—Me refugié mucho tiempo en mis cosas, me atraparon cómo diría usted.
La calandria cantó en el cedro, desde un pino cercano otra le contestó.
—Vaya, ahora las escandalosas son dos.
—Todo es mejor entre dos.
Por primera vez, disfrutó el canto de las aves, de la vida, de ser ella misma.