Lo importante es que os llevéis bien. El Magacín.
Lo importante es que os llevéis bien. El Magacín.

Una mancha, alrededor de la bragueta del pantalón, parda indefinida, delataba su soledad; un suéter, desgastado por la parte de los codos, se iluminaba gracias a los lamparones provocados por las  sopa de sobre, que sobre su pecho descansaban desde hacía ya muchas cenas; la camisa desgastada por el cuello, más de tanto poner que de tanto lavar; sus zapatos, mutilados de guerra, aguantarían con seguridad sus últimas batallas. Sus días se convirtieron en monótonamente idénticos desde que llegó la inevitable y temida jubilación.


Al menos en el cortijo, como peón, mitigaba su soledad agotándose en las eternas labores del campo; los fines de semana ocupaba su vacío, vaciando las botellas a la vez que los recuerdos de su cabeza. Todas las madrugadas  lo mismo, revuelto entre las sábanas arrugadas, se levantaba lento, dolorido y artrítico, sin necesidad de vestirse; su versátil uniforme  válido para  la noche y el día; al despertar, un ligero lavado de cara le desperezaba conectándolo débilmente a la realidad, y le proporcionaba  fuerzas necesarias para salir a la calle con un caminar lento y cadencioso. Apenas, en las primeras horas de la mañana, se cruzaba con persona alguna que le diera los buenos días; tan solo por la calle principal, circulaban veloces los primeros automóviles camino del trabajo. Terminando la cuesta, la exigua luz de un cartel luminoso, le serviría de norte en su lento procesionar hacia la tasca más cercana. El  primer cliente. Lo prefería así, no gustaba, como en otras épocas, ser contrariado por los albañiles que tomaban el “Bar Stop” como punto de encuentro para subir al autobús camino a Madrid. Ahora todo más tranquilo, le aguardaba el cantinero con el café con leche y la copa de brandy que le haría verdaderamente resucitar. El efecto era inmediato,  un trago rápido y furtivo que su paladar apenas lograba saborear, conseguían el brillo propio de la felicidad efímera en sus ojos; ya sentado saboreaba el café, lentamente, esperando charlar con la clientela madrugadora que entraba  ahora en la tasca. Le querían, le trataban con afecto, con la amabilidad con que se trata al borrachín oficial del pueblo. Ya sabéis, en toda villa que se precie, existen diplomas concedidos por natura o por  méritos conseguidos en vida: El Tonto, La Puta, El Marica, El Cornudo, El Cojo, El Tuerto; que aunque la educación y lo políticamente correcto de nuestra sociedad lo soslaye, no quiere decir que no se concedan. Entre parloteo y charla conseguía el convite de alguna copa más, siempre sin pasar la línea fronteriza entre lo gracioso y lo patoso; antes que esto acaeciera, se ausentaba  del establecimiento con la disculpa de fumarse el pitillito que algún parroquiano le regalaba. Tocaba salir a la calle a orearse, y tardo pero firme se dirigía hacia la panadería para comprar el chusco que consumía diariamente.

A esas horas por la calle, se adivina el olor inconfundible a pan recién hecho que los forasteros de la ciudad tanto valoran y que los naturales por cotidiano y habitual apenas perciben. El establecimiento no abre hasta más tarde, a la hora establecida, a la de siempre, a la de todos los días de todos los años; pero aún así, desde mucho antes, la gente se da la vez en los bancos de la acera de enfrente, como una liturgia, como una norma, el orden era siempre el mismo e incluso también el asiento que ocupan en el escaño; sentados emplean la ocasión para conversar de lo cotidiano, de lo novedoso, de lo inhabitual del día a día. Por lo general hombres de edad contemplativa, con su talega de tela al hombro, que echan el rato como única tarea, sin molestar a sus señoras en los quehaceres del hogar.

Una vez adquirido y pagado el pan ganado con el sudor de otros tiempos, erraba hasta el final de la calle donde esperaba el último bar del pueblo, o segundo si hubiera más; allí repetía la misma operación, una rápida y otro par de ellas de convite, y antes que se dieran cuenta ya estaba en la acera fumándose su cigarrillo.

Ya en el pueblo, circula más gente, aquellos que se dirigen al médico, los que esperan en la parada a que pase el coche de línea para ir a la ciudad, o los que compran en el mercadillo de la plaza.

A todos cumplía con amabilidad, con una sonrisa limpia de caries… de dientes y de muelas; él no creía necesario usar la dentadura postiza, guardada dentro de un pañuelo en la mesilla desde no se sabe cuando, que solo se ponía para comer sólido o para ir a las celebraciones en los días de fiesta. Debido a su simpatía, al aire que se le escapaba por la boca y a sus varias copas, los vecinos correspondían a su saludo con la misma sonrisa rutinaria, asintiendo con la cabeza dándose por enterados de sus balbuceos incomprensibles.


Ahora es el tiempo de sentarse al sol en los bancos del “Ventisquero” con los pocos correligionarios de su quinta que aún le viven. Allí se cuentan las batallas en las que participaron, sus guerras civiles vistas desde la perspectiva de los años, sus calamidades, penurias y logros que comparadas con las facilidades desaprovechadas en el tiempo actual por la juventud, servían para vindicarse en un pasado glorioso que consiguieron sobrevivir. De vez en cuando echan sus vistas desgastadas hacia el paso de cualquier mujer de “buen ver” que cruza, con el suspiro romántico que provoca la falta de energía que en otros años atesoraron y que aún rememoran en sus mentes.

Una vez concluido el debate, tocaba comprar las viandas propias del día; sin ánimo para cocinar se aprovisionaría de unas cuantas latas de sardinas que junto a un buen tomate servirían para la comida, además de los tan socorridos sobres de sopa para la cena; no quedaba más remedio, los tarros de comida congelada que sus hija le dejaba cada vez que se aventuraba a dar una vuelta a la casa, se habían terminado y aunque era probable como otras veces, que alguna de sus vecinas se presentase en su casa con un buen plato de cocido o lentejas recién hecho, no podía arriesgarse. Tampoco a quedarse sin sus cervezas que le amparaban contra las pesadillas que le agredían de madrugada.

Entre unas cosas y otras ya había consumido casi la mitad de la jornada, y devuelta a casa, cercana la hora del aperitivo, ejecutaba su última Estación de Penitencia de nuevo en el “Bar Stop». Ahora, dos o tres cervezas volvían a elevar su estado de ánimo para conseguir traspasar el fielato vespertino.

Ya en casa, el proceder era el mismo; después de calentar la ración que tocaba tragar, sentado en el sofá, apoyado sobre la pequeña mesa y cara al televisor, procedía a ingerir con dificultad y desgana. El efecto del liquido ingerido y “la novela” de la tele, que nunca “se perdía”, le hacían caer de costado sobre su hombro, sin apenas haber concluido su ración, envuelto entre sus miedos que le perseguían.

Los domingos era un poco distinto porque iba a comer en casa de Francisca, su patrona, que le obsequiaba con una hermosa paella; allí junto a su familia postiza rememoraba sus tiempos más felices, pero no, no era lo mismo. Después tocaba invitar a café y entre copa y copa quemaba la tarde dominical, única que hacía en sociedad, las demás, las pasaba en una lucha permanente con su pasado, como campo de batalla el sillón desvencijado, como arma, la botella.

Desde bien joven quedó solo al cargo de los hijos, su mujer marchó con el encargado de la vendimia una tarde calurosa de septiembre, sin mediar discusión ni enfado; nunca más supo de ella y nunca quiso saberlo; aún ahora en su vejez no sabe si vive o no. A partir de entonces se consagró a sus hijos; a la mayor la puso a servir en una casa de postín, al mediano de aprendiz de mecánico, y a la pequeña, con los exiguos ahorros que conseguían los hermanos, su sueldo y la ayuda de su patrón la instaló en un internado. Los primeros años fueron los más difíciles, cuando sus vástagos aún no tenían edad de trabajar, luego ellos supieron abrirse paso en la vida, y el quedó solo con sus batallas interiores.

Apenas salía del cortijo, y apenas se relacionaba con la gente del pueblo, bajaba de vez en cuando a la bodega para adquirir su consuelo; trabajo, trabajo, y borrachera, siempre lo mismo. Cuando llegó la edad de jubilación tuvo que dejar el cortijo e instalarse en una pequeña casa que le alquiló la señora Francisca.


Hoy viene limpio, aseado, perfumado, con la ropa de las grandes ocasiones guardada en el arcón, hoy solo café, hoy nada de alcohol, nada de  tabaco, hoy tiene que estar presentable, su dentadura reluciente, y pendiente de su pequeño teléfono que apenas ve. Pasarán a buscarle sus hijos. Hoy es otra cosa…

– Remigio, no suena el teléfono.

– No tendrá batería. ¿Lo has puesto a cargar?

– ¡Yo que sé! Se empeñaron mis hijos en regalármelo pa mi cumpleaños por si acaso…

– ¿Por si acaso qué?

– Por si acaso necesitaba algo, ya ves, si apenas veo los números.

– O por si ellos necesitan saber de ti.

– Desde que lo compraron, pocas veces ha sonao y esta mañana fue una.

– Déjame que te llame…

– ¡Mira!, pos chifla, pero es raro que no me hayan llamado entadía. Dijeron que estuviera preparado, que vendrían a recogerme, y llamarían al salir.

– A lo mejor tienes una llamada perdida… ¡Trae anda!

– No, pues aquí no se ve nada.

– Es raro…

– ¿Quieres una copita para que la espera no se te haga larga?

– No Migio, hoy no, que te veo, hoy tengo que estar presentable.

– ¡Quién te ha visto…!

– ¿No te lo he contado? Mi hijo esta mu bien colocao es jefe de taller en la Renault y gana mu bien, tanto que a su mujer la tie como una reina en casa, y que hijos más listos lan salio, mi nieta la grande hasta tres carreras tiene: peluquería, masajes y cortar las uñas. Mi hija mayor, la soltera, sigue en casa del Marques, bueno del hijo, ¡cuánto la precian!, esa no necesita na, to lo tiene a su mano, a boquita que pida.

– Si… y tu hija la pequeña está en Alemania haciendo no se que de anuncios, me lo has contado. Tienes mucha suerte.

– Pos eso es, por lo que quieren venir a recogerme, porque la Carmen ha venío ayer con su novio pa conocerlo.

– Pero, ¿no se hablaban entre ellos?

– Va, tontunas. Ya lo tién to arreglao, Mi nuera que to lo mal mete, como no tie na que hacer.

– Mira te suena el teléfono…

– Es mi Rogelio…

– ¡Pero descuelga!

– Hola hijo, que tal… Sí… Sí, hijo, no te preocupes… Sí yo tampoco quería moverme de aquí… Con lo agustito que está uno en su casa… Anda, anda, tú a lo tuyo… Pos si no se puede, no se puede… Lo importante es que os llevéis bien… No te preocupes, si yo me apaño bien… ¡Qué sí!, que ya otro día que os venga bien… Da un besito a tos, que tengo muchas ganas de velos… Venga… ¡Adiós! Un beso…

¡Vamos  Migio!, esa copa, que la espera se va a hacer larga.

Un artículo de Giliblogheces.

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