José Pedro Sergio Valdés Barón. El Magacín.

Su instinto lo introdujo por el agujero en el muro del edificio en ruinas y se arrastró hasta el segundo piso por la deteriorada y polvosa escalera de cemento. Los niños a veces pueden ser muy crueles y se ensañan con los seres como él, pensó, al mismo tiempo que sobaba las partes de su cuerpo doloridas por las pedradas que le habían infligido los mocosos.

En realidad no estaba seguro qué era lo que le estaba sucediendo o el porqué. Haciendo un gesto de conformismo comenzó a curiosear por el lugar, entre la penumbra creciente conforme se ocultaba el sol mortecino por detrás de los edificios de la ciudad que se oscurecían.


            Vio varias ratas del tamaño casi de un conejo, las cuales desaparecieron entre los montones de escombros y basura acumulada en los cuartos que ahora parecían desiertos, y sin poderlo evitar el hambre despertó su estómago. Últimamente estaba ingiriendo casi cualquier cosa que se moviera u oliera a comida, haciéndolo ahora concentrarse en atrapar uno de esos roedores al parecer muy apetitosos. Desde hacía algún tiempo se había dado cuenta que su visión nocturna era más aguda y sus movimientos más rápidos; aunque no le daba demasiada importancia a los cambios que estaba sufriendo y de manera inconsciente utilizaba cuando los requería. En ese momento su mente estaba enfocada en comerse una de esas ratas. Inmóvil, sin pestañear siquiera, se mantuvo al acecho de la presa que sería su alimento esa noche.

            Un roedor gigantesco se atrevió incursionar fuera de su madriguera y, despreocupado, comenzó olfatear el entorno. Sin percibir ningún peligro los otros roedores se animaron seguir al que parecía ser el alfa. No bien se habían esparcido por el cuarto en busca de alimento, sin darse cuenta que ellos mismos estaban a punto de convertirse en comida, cuando una sombra enorme cayó sobre los animales que merodeaban confiados, produciendo una estampida en medio de sus chillidos de terror. Desde el principio seleccionó la rata más grande, y cuando de improviso saltó sobre ella supo que la atraparía. Sus manos como garras se aferraron al animal y de un solo mordisco le arrancó la cabeza. Ya relajado, mientras masticaba el bocadillo, levantó el cuerpo todavía palpitante y se fue arrinconar para devorar tranquilamente el resto de su presa. Lamiendo su boca y manos para limpiarse la sangre y los residuos de su víctima, se recostó allí mismo disponiéndose a dormir, no sin antes echar un último vistazo por si alguna otra rata se atrevía volver a salir de su madriguera. No se quejaba de la cena, pero bien podría tragarse una o dos más. Pensándolo bien, se dijo, ese edificio en ruinas podría ser su nuevo hogar, al menos por un tiempo. Con ese pensamiento se quedó dormido sin poder evitar las flatulencias que toda la noche estuvo expulsando.

«La imagen que veía sin duda era de él, pero no se reconocía; ahora comprendía por qué la gente le rehuía espantada»

            Lo sorprendió un amanecer lluvioso despatarrado en el rincón de aquel cuarto vacío, y como era frecuente porque no se acostumbraba al hambre, su anhelante víscera estomacal le reclamaba otra vez alimento. Moviéndose por los escombros del edificio derruido no pudo encontrar nada comestible, aparentemente las ratas no eran tan estúpidas como pensaba y habían abandonado el lugar. Finalmente, acicateado por el hambre, decidió salir en busca de algo para comer en los contenedores para basura del callejón trasero de los restaurantes de la zona. Sabía que corría el riesgo de encontrarse con personas, quienes sin duda lo humillarían con sus actitudes de repulsión y miedo, pero al menos esperaba no encontrarse con muchachos malvados que lo apedrearan sólo por diversión.

            Un cielo plomizo cubría la ciudad, dejando precipitarse un molesto chipichipi que empapaba el alma hasta del más temerario transeúnte; sin embargo, aun así había personas caminando por las calles tratando protegerse de la pertinaz llovizna, obligadas tal vez por algún deber imposible de postergar, haciéndolos salir del confort de sus hogares. Sin pensarlo demasiado se deslizó por los callejones para evitar la gente, y en especial a los mozalbetes delincuentes. No obstante se topó con dos o tres individuos, quienes sólo lo miraron de reojo sin llamar más su atención, prosiguiendo su camino eludiendo los charcos que se habían formado. Mojado hasta las coyunturas por fin llegó a la parte posterior del restorán de comida china, poniéndose de inmediato a hurgar en el contenedor. Cuando estaba atareado seleccionando los desperdicios más apetecibles, se apareció el chino que ya había visto con anterioridad y era el único ser humano que no lo había rechazado o agredido; por el contrario le había mostrado compasión, siendo hasta amable con él dándole buena comida. Por un momento no se movió esperando la reacción del asiático, pero éste solo tiró en el basurero los bultos de desperdicios que llevaba en las manos. Mirándolo con una sonrisa que iluminó su rostro bondadoso, al mismo tiempo le dijo: «No temas, no voy hacelte daño, espelal aquí», y acto seguido se introdujo por la puerta posterior del restorán. No se demoró mucho y retornó con una bolsa de plástico, ofreciéndosela con un destello muy humano en sus ojillos rasgados, diciéndole: «Tomal, pol hoy no tendlás más hamble»; cogiendo con timidez la bolsa dio media vuelta y corrió con dirección a su nuevo hogar, tratando proteger el bulto de la llovizna que no dejaba de caer.

            Entre los escombros del cuarto que había escogido como morada, abrió la bolsa con apremio y no se decepcionó, contenía varias piezas de pollo todavía con bastante carne para devorar. Agradeciendo al chino su buen corazón, no perdió más tiempo y disfrutó la comida que le pareció deliciosa; mientras lo hacía se recriminó por olvidar tan fácil al oriental y por no ir todos los días a ese lugar, en vez de andar deambulando por alimento en otros sitios donde era rechazado, humillado y agredido. Aunque tenía la disculpa que su cerebro no estaba funcionando bien últimamente.

«Los vecinos, molestos ante tal situación, comenzaron a vigilar sus mascotas y presionaron a las autoridades para que encontraran al depredador»

Con la panza llena se recostó y permitió que su mente comenzara a divagar, como lo hacía con cierta frecuencia aunque cada vez era más esporádico; sin querer poco a poco sus prioridades se iban reduciendo a la búsqueda constante de alimento y tratar de mantenerse lo más alejado posible de las personas. Ahora cada vez parecía menos importante su pasado; ya sólo era algo borroso, una confusa línea que apenas separaba el ayer del hoy y el mañana, y sentía que ése pasado era sólo una pesada carga que estaba modificando su alma y transformando su físico.

            No tardó mucho para darse cuenta que era preferible hacer incursiones nocturnas en busca de alimento. De esa manera era más fácil evadir la gente y por ende encontraba con mayor frecuencia bocados vivientes, como ratas, gatos y alguno que otro famélico perro callejero; además, era evidente que había desarrollado una gran agilidad y flexibilidad para desplazase por las azoteas de los edificios, donde a menudo se topaba con palomares llenos de aves muy sabrosas. También hizo consciente que prefería esa comida fresca a los desperdicios que recientemente acostumbraba. Sin embargo, se le complicaron sus correrías nocturnas, porque la mayoría de las personas del vecindario se empezaron a dar cuenta que sin explicación alguna estaban desapareciendo sus mascotas, algunas aves de corral y valiosas palomas mensajeras. Molestos ante tal situación, comenzaron a vigilar sus mascotas y presionaron a las autoridades para que encontraran al depredador que estaba devastando los animales caseros en esa tranquila parte de la ciudad. La policía, incrédula, sólo dispuso un aumento en el patrullaje nocturno del área sin resultados; los animales domésticos seguían desapareciendo sin explicación aparente.

            Casi sin percatarse las noches se fueron haciendo más frías, y pronto el arroparse con papel periódico o con pedacería de costales desechados era insuficiente para soportar las heladas del invierno. Sin tener más opción se vio obligado a buscar otro lugar más cálido donde ubicar su guarida. No tardó en encontrar una nueva madriguera en una de sus salidas nocturnas; merodeando por una amplia azotea se encontró con el hueco de un aire acondicionado en reparación, posiblemente dejado así hasta que fuera reparado antes de la siguiente temporada de calor. La entrada al ducto no era muy amplia, pero la flexibilidad que ahora tenía le permitió introducirse sin dificultad. Dentro se encontró con un centro distribuidor de ductos de aire; al azar eligió uno y se deslizó por él, el cual lo llevó hasta unas oficinas por donde accedió al interior del edificio que se encontraba en penumbra. A esa hora de la noche el lugar parecía desierto, aún así no se confió y con sigilo inspeccionó el sitio bajando por una estrecha escalera que lo llevó a un almacén que se veía muy espacioso, el cual todavía pudo reconocer como una tienda de autoservicio. Lleno de gozo comenzó a recorrer la tienda, hasta que de pronto se vio reflejado en un enorme espejo, quedándose paralizado por la sorpresa. La imagen que veía sin duda era de él, pero no se reconocía; ahora comprendía por qué la gente le rehuía espantada. Con gesto de disgusto se apartó de la imagen bastante impresionado. De manera conveniente, su nueva capacidad para concentrarse sólo en lo más importante para él le hizo dar media vuelta olvidándose del asunto, y sólo en su subconsciente se propuso evitar en adelante los espejos reveladores. Su estado de ánimo se volvió alegrar, conforme descubría todas las cosas que había en ese lugar para disfrutar. Encontró comida fresca suficiente para satisfacer su apetito cada vez más voraz, ropa de todo tipo aunque la mayoría ya no le era útil, y en el área deportiva hasta una tienda de campaña armada y lista para usarse, donde podría pasar las noches cada vez más frías. Recostado sobre un colchón de aíre dentro de la tienda de campaña, y después de saborear unos filetes de ternera apenas descongelados, desde el fondo de su cerebro le surgió una idea. Debía ser precavido para que no lo descubrieran los guardias de seguridad o los empleados del almacén; tendría que deshacerse de cualquier indicio que pudiera delatar su presencia. Satisfecho que todavía podía razonar un poco, se quedó dormido.

            Muy temprano en las mañanas se deslizaba por el ducto del aire al exterior, y por las azoteas que apenas se iluminaban durante los crepúsculos invernales se desplazaba hasta el cobijo del edificio en ruinas, donde se la pasaba dormitando durante la mayor parte del día. Al anochecer, cuando el frío se intensificaba, regresaba a la tienda de autoservicio para hartarse de comida y dormir confortable dentro de la tienda de campaña. Por un tiempo todo parecía marchar bien, sus recuerdos se esfumaban en su cada vez más adormecida mente; sólo le preocupaba el aumento del volumen de su cuerpo que comenzaba a dificultar el acceso al almacén por el ducto del aire, y las cámaras semi ocultas que habían instalado para observar por las noches los pasillos desiertos, las cuales eludía por instinto más que por razonamiento. Alguien se había percatado de la desaparición de alimentos durante el cierre nocturno del almacén, y ahora los empleados estaban decididos a encontrar al culpable. También extrañaba la sensación de matar sus presas, para devorarlas cuando todavía estaban palpitantes entre sus garras, una obsesión que se fue adueñando de su mente día a día.

            El vecindario se tranquilizó al percatarse que la desaparición de sus mascotas y animales de corral había cesado, y como las fiestas de fin de año se aproximaban muy pronto el asunto quedó olvidado. La policía se dio por bien servida y pensó que el aumento del patrullaje había dado resultado, espantando a quien quiera que estuvo robando los animales durante las noches, permitiéndoles regresar a sus rutinas diarias sin mayor problema.

            Una noche en que una redonda y brillante luna iluminaba de plata las calles de la ciudad dormida, optó por acechar una pequeña rat terrier que se había salido del cobijo de la casa de sus dueños. Con movimientos felinos se fue acercando a la presa, y cuando más distraído estaba el animal como tromba cayó sobre la aterrada terrier, la cual aún tuvo suficiente entereza para ladrar desesperada, antes que le rompiera su cuello el depredador. El escándalo alertó a sus dueños, quienes de inmediato encendieron las luces del jardín, sólo para ver huir una sombra con su querida mascota. Sin perder tiempo llamaron a la policía indicándoles por dónde habían visto desvanecerse al monstruo que se había llevado su perrita. Por pura casualidad, una patrulla se encontraba a unas cuadras del lugar de los hechos, y advertidos lograron detectar algo que subía por los balcones de un edificio de departamentos. Alumbrándolo con sus lámparas manuales le marcaron el alto, sin que la vaga silueta hiciera el menor caso obligando a los oficiales a disparar sus armas, sin mucho éxito al parecer. Aquella figura que en las sombras permanecía confusa y se apreciaba grotesca, continuó su ascenso hasta la azotea desapareciendo entre la oscuridad de la noche ante los incrédulos ojos de los policías, quienes aseguraban haber acertado varios disparos en el animal desconocido, el cual escapó como si nada.

«Durante varios días vagó por la casa esperando que su madre despertara, pero ella permanecía sin moverse»

            Con el corazón queriendo salir de su pecho, logró introducirse en el ducto del aire sin soltar la presa, pero dentro del almacén perdió el apetito, y entonces se percató que había sido herido y estaba sangrando profusamente. Sin tener una idea muy clara, se dirigió a la sección farmacéutica donde encontró alcohol, isodine, gasas y una venda. Como pudo intentó curarse la herida a pesar del dolor, y se vendó lo más apretado que le permitieron sus fuerzas. Recuperado un poco el aliento, se dirigió a la tienda de campaña que le esperaba acogedora, sin importarle dejar tirada en el piso a la rat terrier sin vida, pero se encontraba exhausto, mareado y desorientado. Después de dar varios tumbos por los pasillos llegó a la sección de juguetes, donde los empleados del almacén habían instalado un espectacular nacimiento, en el cual destacaba entre todas las figuras de cerámica un hermoso niño Dios, que ése mismo día unas empleadas habían colocado en el regazo de María, a un lado de José.


            Como hipnotizado se encaminó hasta el Belén y ahí se recostó junto al recién nacido niño Jesús; pasado un buen rato observándolo sintió un extraño calor que le invadió todo el cuerpo, y paulatinamente un gran consuelo inundó su alma atormentada. La mente no le funcionaba bien, y el dolor de la herida que comenzó a sangrar una vez más le hacía gemir pidiendo la ayuda que nunca llegaría. Después de un tiempo fue entrando en un piadoso sopor, que lo fue adormeciendo e hizo que en el fondo de su cerebro aparecieran escenas familiares y el bello rostro de su progenitora. La vio acariciándolo con el cariño que sólo una madre podía sentir sin importarle su apariencia, y de sus deformes ojos rodaron unas lágrimas recordando el día que a la anciana le alcanzaron los años y no se movió más. Ella siempre lo había cuidado y defendido de los niños que se burlaban de él, y cuando se quedó solo no le quedó más que huir y esconderse de las personas para que no lo lastimaran por ser diferente. Durante varios días vagó por la casa esperando que su madre despertara, pero ella permanecía sin moverse, y al ver cómo se descomponía su cuerpo no le quedó más que aceptar la realidad. Cuando se agotó el alimento en la casa comprendió que necesitaba salir a la calle para conseguirlo o morir de hambre junto a su madre. No lo pensó demasiado y el instinto lo obligó a salir al mundo hostil que odiaba. Esa misma noche se armó de valor y le dijo adiós al cadáver de quien le había dado la vida, para comenzar a vagabundear por la ciudad durante las noches, de preferencia.

De alguna manera sabía que desde entonces se había acelerado su cambio, y aunque no encajaba entre la gente, cada vez se sentía más fuerte y capaz de sobrevivir en ese entorno adverso.

            Con mucho dolor casi se arrastró hasta la tienda de campaña, y recostándose en la cama de aire le invadió una extraña tranquilidad. Sin saber con seguridad cómo fue haciendo consciente la realidad que estaba sufriendo, se dio cuenta que no deseaba lo encontraran ahí. Quería esconderse y desaparecer para que nadie lo encontrara jamás, y conocía el lugar perfecto para hacerlo. Al principio de su exilio voluntario se refugió en el laberinto del drenaje profundo de la ciudad; allí encontró la bazofia de alimento al cual debió acostumbrarse y probó por primera vez las ratas cuando aprendió a cazarlas. Sin más remedio se adaptó al cobijo de un silo un tanto estrecho, pero seco. Ahora de vuelta al presente, su mente sólo la ocupaba el deseo de regresar a ese repulsivo lugar. Sobreponiéndose al dolor y la debilidad se levantó y trastabilló hasta la escalera para entrar a la oficina del segundo nivel, donde estaba el ducto del aire acondicionado en compostura, y por ahí salió a la azotea del almacén como lo había hecho muchas veces antes.

            Agotado por el esfuerzo esperó un momento hasta reponerse y la oscuridad de la noche avanzara, entonces como pudo se deslizó por las azoteas y después por las calles casi desiertas. Dos o tres veces debió ocultarse de algunos trasnochadores y de una patrulla con dos policías, pero su visión nocturna le permitió verlos con mucha antelación a pesar que ahora todo lo percibía en blanco y negro, y sólo distinguía el color rojo y la tenue aura que emanaba de los seres vivos.

            Antes del amanecer logró llegar al gran canal y resbalando por el muro de cemento bajó hasta el arroyo de agua maloliente, para continuar caminando hasta el desagüe bien conocido por él. Todo estaba igual como lo recordaba, aunque al tratar introducirse en la cloaca los barrotes de fierro le parecieron más estrechos dificultando introducirse entre ellos. Dentro reconoció el laberinto de tuberías del doble de su tamaño, y sin titubear se dirigió al silo que lo había cobijado por un tiempo. Por el camino se topó con las enormes ratas que esta vez parecieron no temerle, pero cosa rara en él no sentía hambre y prosiguió caminando sin prestarles demasiada atención. Como pudo logró llegar al silo que permanecía seco y con un último esfuerzo se introdujo por él para acomodarse lo mejor posible. Agotado trató de calmarse, pero su mente ya actuaba por instinto y casi no podía razonar, aunque de alguna manera estaba seguro que allí nadie podría encontrarlo jamás, y su existencia se perdería en la nada como lo haría un soplido en medio de un huracán. Poco a poco se fue adormeciendo al mismo tiempo que el dolor de su herida disminuía, y sintió como si una corriente eléctrica recorriera todo su cuerpo, mientras su respiración se iba haciendo pausada hasta que con un profundo suspiro dejó de hacerlo.

            La policía debió investigar la denuncia de un cadáver de mujer momificado que alguien encontró en una vieja casona de los suburbios. La persona fallecida resultó ser la dueña de la propiedad, y la autopsia y evidencia demostró que había muerto de causas naturales debido a su avanzada edad. El único misterio que no pudieron resolver fue la desaparición de un supuesto hijo anormal que los vecinos aseguraban vivía con la anciana, pero a pesar de la intensa búsqueda no lo hallaron por ninguna parte. Simplemente se esfumó como si nunca hubiese existido.

            En la investigación policiaca se supo que la anciana no tenía ningún pariente conocido, y la vieja mansión sería confiscada por las autoridades después del plazo determinado por la ley, al término del cual la propiedad sería subastada.

            La antigua casona permaneció abandonada y en su interior sólo se escuchaban los ruidos normales de los viejos muros y pisos; sin embargo nadie notó que en el oscuro ático había vida en un rincón. En el interior de un antiquísimo baúl, palpitaba un pequeño embrión dentro de su capullo que hora con hora crecía, crecía y crecía…

Fin.

Un relato de Sergio Valdez

 

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