Relato de astronautas. El Magacín.
Relato de astronautas. El Magacín

Era la segunda vez que Jules Nelson pisaba el planeta Kepler-a 55. Después de su fantástico descubrimiento, se construyó una plataforma autónoma cerca del lugar donde se creía poder extraer, no sin esfuerzo, agua cristalina con propiedades curativas.

El hallazgo de Jules ocurrió de forma totalmente fortuita. De no ser también por su decisión e iniciativa, difícilmente se hubiera descubierto uno de los primeros pequeños pozos.


El día del inesperado hallazgo, era un día más que importante para Jules que se sentía como un héroe de las galaxias. Se iba a convertir en el primer oficial que viajaba a la velocidad de la luz y pisaba un planeta tan lejano en solo treinta y tres días. A la llegada a la atmosfera del planeta junto a los cuatro tripulantes con los que hizo el viaje, pudieron presenciar una espectacular lluvia de meteoritos. Ese incidente fue lo que a Jules, capitán de la nave, le hizo decidir cambiar las coordenadas de aterrizaje y dirigirse al lugar del impacto. Después de estudiar a fondo su viabilidad con la intención de recoger muestras de las rocas caídas, dio las órdenes oportunas. Ese fortuito cambio de planes, posibilitó el descubrimiento.

Junto a la roca que escogió para extraer una muestra, Jules descubrió en la pantalla del monitor de su muñeca, un ligero movimiento en el registro de la humedad. Con sorpresa, y después de comprobar que no se trataba de ningún fallo del sistema, dio las oportunas instrucciones por radio.

Debido a los serios problemas de sequía que atravesaba la Tierra, desde el año 2403, se había explorado a fondo Marte y otros planetas más cercanos, pero sin resultados del preciado líquido de la vida.

Cuatro horas más tarde, habiendo localizado lo que resultó ser una bolsa de agua, extrajeron de su interior un total de quinientos veinticinco litros. Por seguridad, se analizó en la nave una pequeña muestra, con el protocolo de máxima seguridad. Después de comprobar que contenía una proteína desconocida, con resúltanos negativos de cualquier tipo de amenaza, se procedió a subir a la nave el resto del agua. Una inspección exhaustiva por el lugar del hallazgo, detectó pequeñas bolsas parecidas a la encontrada.

Jules, tras tomar nota de las coordenadas y marcar el lugar con banderines, ordenó dirigirse a la zona prevista dado que los estudios realizados desde la tierra señalaban como el lugar más idóneo para encontrar agua. La búsqueda del preciado talismán de la vida fue infructuosa. Durante seis días, no encontraron ni una gota para llenar un vaso. Terminados así los días fijados de la misión, se les ordenó el regreso para poder estudiar a fondo esos nuevos elementos hallados en el agua.

El Hangar 107 era un lugar dentro de un complejo militar, accesible solo para personas acreditadas y comandado por un experto teniente coronel, llamado Andreas Johnston. En el laboratorio del hangar, después de numerosos análisis, se confirmó que efectivamente el agua era potable. Los estudios que se realizaron paralelamente con la nueva proteína, además de constatar un alto contenido en vitaminas todas ellas conocidas, encontraron cuatro elementos totalmente nuevos y desconocidos. Los primeros resultados efectuados con distintas plantas fueron más que espectaculares, consumían solo una diez millonésima parte de agua, en comparación a la terrestre. Eso significaba que un solo litro de esa agua, se convertía en diez millones de litros.

Para asombro de todos, debido a la nueva proteína, en distintas pruebas se descubrió que plantas enfermas; incluyendo algunas prácticamente muertas, habían sanado en cosa de pocos días. Aquello desató un clima de euforia colectiva, sin excepción, a los catorce miembros pertenecientes al proyecto, incluyendo a Jules que tampoco se quedó mudo. Sin pérdida de tiempo, se procedió rápidamente a realizar las mismas pruebas con animales. Al cabo de unos días, confirmaron los mismos resultados obtenidos con las plantas.

Para comprobar hasta dónde llegaba la proteína con enfermedades serias, se infectaron cerdos y vacas y todos se curaron al aumentar ligeramente la dosis.

Dos semanas después, con evidencias claras de la importancia del agua y sin esperar ningún resultado ni el tiempo protocolario estimado de reacciones adversas, una nave con suministros y las bodegas llenas de material para la construcción de un recinto de sellado y bidones para almacenar treinta mil litros, salió para Kepler-a 55

Tres meses después, con entusiasmo desmesurado, se descubrió no solo que no había efectos secundarios, pruebas fidedignas dejaban más que claro que por lo menos dos de los animales habían rejuvenecido. Todo aquello hizo que se tomaran medidas aún más severas, en cuanto al secretismo de los hallazgos.

Jules, junto a catorce personas más, entre científicos, militares y el mismo presidente de la nación, fueron los únicos que tuvieron constancia del espectacular descubrimiento.

El presidente se presentó de incognito, quería felicitar en persona a Jules. Le hizo entrega, de la medalla “The Gold of the New one” más importante de todas; que dejaba claro que recibiría el premio Novel en el momento que fuera oportuno. También se le obsequió con una placa de oro macizo. En ella estaba grabado su nombre como el descubridor de la Jules―Protein―H02.

Jules, al igual que los allí presentes, tuvo que firmar un documento de confidencialidad y jurar que no revelaría ninguno de los descubrimientos ni hablaría de ellos con nadie, fuera del Hangar 107.

Jules realizaba este segundo viaje siete meses después, con tres personas esta vez. Una de ellas era el teniente Brandan Wilson, que estaba al corriente de todo. Tenían dos misiones, la de cargar los cerca de veintidós mil setecientos veintidós litros hasta ahora encontrados y una segunda, no menos importante, descubrir a un ladrón. Por lo visto, tenían la sospecha de que alguien de los siete militares que habitaban la hermética instalación, llamada Hangar JULES―PH02, pudiera estar robando agua. Solo el teniente Raúl González estaba al corriente de las propiedades del agua en su totalidad. Él fue quien hizo saltar la alarma en un comunicado. En un recuento, echó a faltar cinco de los bidones vacíos que utilizaban para el almacenaje del agua. Se sospechaba que uno de los tres conductores del vehículo oruga podía haberlos escondido fuera del hangar y llenados a escondidas.

Jules y Wilson tenían carta blanca para realizar las acciones que creyeran necesarias y ordenaron al teniente González desde el Hangar 107 que les facilitara las cosas y se pusiera a las órdenes de capitán Jules.

Esa misma noche, seis horas después de una toma de contacto con todos y de comprobar por ellos mismos que efectivamente faltaban esos cinco bidones, se retiraron a dormir. Tenían previsto empezar a primera hora con unos interrogatorios y poner así nervioso al culpable.

A la mañana siguiente, una desagradable sorpresa les dio los buenos días. Alguien había matado al teniente González mientras dormía. Le habían cortado la garganta con mucha destreza. Estaba claro que el ladrón, que se sabía descubierto, enseñaba su condición de ser también un asesino y les lanzaba un desafío.

Jules, le comentó al teniente que era una suerte que solo ellos dos tuvieran armas. Pero que aun así, estuviera muy alerta. Que el asesino, seguro que estaba dispuesto a todo y querría terminar su trabajo.

Jules informó de lo ocurrido a los dos pilotos de su nave y les ordenó que no dejaran subir a nadie. También informó de lo ocurrido al Hangar 107, en su parte diario.

En los interrogatorios que realizaron aquella mañana, Jules le dio diez puntos a un tal Ezequiel Santos, que era conductor del turno de la noche. Algunas de sus contestaciones fueron algo a la defensiva y no le convenció en general su actitud. El teniente, por el contrario, sospechó del conductor de la tarde, un sargento de color degradado, llamado Eliot Churchill, que había estado muy seco y poco receptivo.

Después de deliberar los dos, se decidieron por Ezequiel. Le cambiarían el turno y le acompañarían los dos esa misma mañana para ponerlo más nervioso aún si era él y le darían un nuevo repaso con más interrogaciones.

Los dos zapadores el día anterior encontraron solo tres bolsas. Mirarían de extraer el agua de ellas.


Equipados cada uno con su traje e Instalados en el vehículo oruga, salieron al exterior dejando el mando al brigadier Darse Ponce, que era también el médico. Después de recorrer unos siete kilómetros, divisaron la banderita de color azul. Al llegar, descendieron los tres y Ezequiel, después de colocarse unos guantes de armilla, sacó la manguera de extracción. Después de colocarla por el agujero que habían hecho los zapadores, hasta que no entró más, Ezequiel puso en marcha la potente bomba de extracción. En todo momento, tanto el teniente como Jules, permanecieron atentos y sin intervenir en absoluto en ninguna labor. Cuando la bomba dejó de tragar agua y pasó a tragar aire, Ezequiel atento la paró. Cuando regresó con la manguera, le entregó los dos guantes a Jules para que se los aguantara un instante.

Lo que ocurrió a continuación fue inesperado y una terrible sorpresa para Jules, que con las manos ocupadas por los guantes, vio cómo el teniente Wilson, muy cerca de él, sacando su arma, le disparaba en el pecho. El potente impacto lo derribó hacia atrás, cayendo boca arriba con la mano en su arma a medio sacar. El fuerte dolor que en el suelo sintió Jules, no fue como se esperaba sentiría después de recibir una bala y más de ese calibre. Aunque el pecho le dolía mucho, acabó de sacar su arma y devolvió el disparo sin pensárselo. El suyo dio de lleno en el casco del teniente, que cayó de espaldas también. Al mirar a Ezequiel, le vio casi encima de él con una pala en alto y le disparó también. Ezequiel, no tuvo mejor suerte que su aliado el teniente, que cayó de lado junto a él, con otro agujero en el casco.

Jules, sintiendo mucho dolor en el pecho, se levantó. Sin perder tiempo, se dirigió al vehículo oruga, mientras una de sus manos buscó el impacto descubriendo el perfecto agujero en el traje que produjo la bala.

Dentro del camión oruga, lo puso en marcha olvidándose de todo lo demás. Mientras se disponía a dar la vuelta, no podía dejar de preguntarse por qué su herida no sangraba en absoluto y no estaba muerto. Antes de realizar un giro de ciento ochenta grados, tuvo tiempo de ver horrorizado cómo el casco del teniente Wilson explotaba.

No podía perder ni un segundo, disponía algo menos de media hora para llegar antes de que se quedara sin el aire que le proporcionaban las mochilas debido al agujero. Miró el panel y consultó a continuación una libreta digital. Después de realizar un cálculo mental, no le gustó nada saber que habían hecho los siete kilómetros en cuarenta minutos. El vehículo, tal vez podía correr algo más de la velocidad a la que habían llegado, pero no sería suficiente y el camino lleno de baches y desniveles, lo podía hacer volcar; eso sería también el fin. Mientras conducía con una mano, no a mucha velocidad, Jules fue tirando todo lo que encontraba en el interior. A un lado, vio un trozo de la manguera arrastrándose por el terreno. No sin esfuerzo, consiguió soltar dos agarres y por el propio peso, la manguera se perdió de su vista. Sin acelerar el vehículo al haberse librado de bastante peso, aumentó la velocidad. Debía vaciar los quinientos veinticinco litros que habían cargado si quería llegar con vida. Eso tampoco se lo pensó y pulsó el botón de vaciado.

A la segunda llamada que realizó al hangar, le contestaron e Informó de su llegada en diez minutos. Pidió que accionaran la puerta de entrada en cuando le vieran aparecer. Iba solo y con poco suministro de aire en sus mochilas.

A cuatro kilómetros del Hangar, Jules consiguió alcanzar velocidad con riesgo importante de volcar. Se fue quedando sin aire. Cuando le quedaban solo dos kilómetros se desmayó y el vehículo oruga se fue parando hasta detenerse.

Seis horas después, Jules abrió los ojos. Poco a poco, pudo ver el rostro familiar del ex sargento Eliot Churchill y del médico brigadier frente a él.

Cuando se pudo incorporar y tomarse un zumo que le dieron, el médico le dijo que el soldado Eliot, fue quien le había ido a buscar, salvándole la vida. Cuando Jules, mirando a los ojos del ex sargento, empezó a darle las gracias, este le interrumpió y le dijo que sin duda él hubiera hecho lo mismo. Acercándose entonces, le entregó su medalla de oro “The Gold of the New one” que Jules tardó en reconocer al estar totalmente deformada. Eliot, le dijo entonces que tenía en las manos lo que le ha salvado la vida.

Unos segundos después de estar pensando en aquel regalo de los cielos que tenía entre las manos, pasó a contar lo sucedido con todo detalle.

Después, dio instrucciones para que un relevo con dos soldados más, fueran a recoger los cuerpos, el agua de los tres pozos y la manguera.

La conversación que mantuvo con el coronel Johnston en privado a través del monitor, fue muy larga. Después de pedirle su opinión personal al respecto, las órdenes fueron drásticas: suspender la misión, el regreso de la totalidad de los hombres y el cierre de la instalación.

En el séptimo día de viaje en su comunicado diario, Jules fue informado por un cabo primero de una indisposición sufrida de madrugada por el teniente coronel Johnston. Había tenido que ser hospitalizado. Se le dijo que grabara los comunicados diarios personalmente, para poder hacer su entrega al llegar y que, en caso de alguna urgencia, diera el aviso a la central del complejo que ellos los avisarían. Por razones de seguridad, era mejor permanecer incomunicados.

Treinta y tres días después, con el almacén de carga con un total de veinticuatro mil trescientos dieciocho litros de aquella agua milagrosa y diez tripulantes a bordo en la nave, Jules recibió el visto bueno de la instalación militar de efectuar el aterrizaje.

Después de un riguroso proceso protocolario, se despidió de la tripulación al completo. Solo él tenía autorización para entrar en el Hangar 107. Al encontrarse a unos seiscientos metros del complejo, fue llevado en jeep frente a la misma puerta.

Jules, después de introducir primero su huella digital en una pequeña pantalla en la primera puerta, extrajo su chapa identificativa del ejército y la pasó por un escáner para poder abrir una segunda y entrar definitivamente en el Hangar.

Su primera sorpresa fue que nadie le fue a recibir como era habitual, seguida del mal olor y del sepulcral silencio. Sin escolta, entró empujando la puerta metálica y lo que sus ojos vieron a continuación, le dejaron sin habla. No podía creer lo que tenía delante en el suelo, en el espacio dejado por la infinidad de distintos aparatos y sin un alma que los estuviera haciendo funcionar. Un niño que no debería tener más que dieciocho meses a lo sumo, completamente desnudo y sucio de todo tipo de sustancias, incluidas sus propias heces, comía de una bolsa de legumbres secas muy habitual en el ejército, con un alto contenido proteínico. El niño, que no le prestó apenas atención y siguió comiendo, estaba junto a una masa deforme.

Cuando se acercó, comprobó horrorizado que se trataba de un feto.


Jules salió al exterior con el niño en brazos, cerrando tras de sí la puerta del Hangar 107. En su cara se podía leer muy claramente el horror. En el interior contó un total de siete muertos asesinados por algún tipo de veneno, entre los que se encontraba el teniente coronel Andreas Johnston. El resto de cadáveres esparcidos por distintos lugares eran pequeñas masas de carne putrefacta, que por sus trajes vacíos, debieron de ser tres militares y dos científicos. El diario que llevaba bajo el brazo de uno de los científicos, no dejaba ninguna duda que algunos quisieron utilizar el descubrimiento en ellos mismos y venderlo después a los mejores postores. Los que no estuvieron de acuerdo, encontraron la muerte. Una meticulosa relación de las cantidades de agua milagrosa que fueron tomando a diario, por la avaricia de rejuvenecer más y más cada día, les hizo encontrar una juventud inesperada e imparable.

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