Scala de Milan. El Magacín.

A la memoria de David López Linares.

Nunca te olvidaremos, querido amigo.

“Cuando el pensamiento vuela con alas doradas puede remontarse por encima de la tristeza y alcanzar ese lugar, a veces remoto, en el que habita la ilusión. Es posible que, incluso, sea capaz de llegar hasta aquellos que en vida nos importaron y ya se han ido para decirles: ‘Ocuparéis siempre un lugar muy especial en mi corazón y no os recordaré con tristeza; en vuestro honor, haré todo lo posible para ser feliz’”.

AM

Herido por la aguja del gramófono, el viejo disco de pizarra gira incesantemente sobre sí mismo y lanza al aire ecos de voces e instrumentos que dejaron de sonar hace mucho tiempo. Desde una grabación de 1917, como si de un viaje en el tiempo se tratara, la orquesta y el coro de la Scala de Milán devuelven a la vida a los esclavos hebreos que, a orillas del Éufrates, anhelan librarse del yugo de Babilonia y regresar a su añorada y lejana Jerusalén. La escasa calidad del sonido no merma en modo alguno la emoción que transmite esta música vestida con palabras:

“[…] ¡Ay mi patria, tan bella y perdida!

¡Ay recuerdo tan grato y fatal! […]”

Este antiquísimo HMV, uno de los primeros modelos que salieron al mercado, ha acompañado a mi familia desde hace casi tres generaciones. Lo recuerdo desde siempre, en un rincón del salón, junto a la estantería en la que aún hoy reposan los discos que le dan voz. Con el tiempo, nuevos y más modernos equipos llegaron para hacerle compañía, pero nunca pudieron arrebatarle el sitio de honor que le corresponde por derecho.  Es casi un milagro que, después de más de cien años, este aparato funcione. Pero lo hace. Como un viejo soldado que se resiste a rendir la plaza que ha jurado defender, su plato gira, enérgico, y trae al presente voces y sonidos de otro tiempo. Hoy, después de mucho tiempo, he sentido la necesidad de hacerlo funcionar de nuevo. Explicaré por qué.

Ojeando hace un rato un viejo álbum de recortes, de entre sus páginas se ha escurrido un pequeño y amarillento folleto y, al caer, se ha abierto al azar. Cuando me he agachado a recogerlo, mis ojos se han posado sobre la página que se mostraba ante mí:

“Vuela, pensamiento, con alas doradas… […]”

Giuseppe Verdi en 1842. El Magacín.
Giuseppe Verdi en 1842. El Magacín.

Impulsada por una fuerza irresistible, he buscado la grabación más antigua que conservo en mi colección para colocarla, casi de forma reverencial, en el plato de mi querido auxetophone. Se trata de un Nabucco de hace casi cien años, el que más cerca está de aquel primero de 1842. Mientras lo escucho, mi imaginación vuela hacia el momento en que comenzó a gestarse, quizá por un designio del destino, el que sería el primer y quizá más clamoroso éxito de Giuseppe Verdi.

Imagino cómo una fría noche de invierno, un hombre que aún no ha cumplido los treinta años camina con paso lento, cansado, por las calles de Milán. Caen grandes copos de nieve. El hombre, que no es otro que Giuseppe Verdi, se siente vencido, porque no puede sentirse de otra forma alguien que ha perdido la ilusión. La vida parece haberle vuelto la espalda, tanto en lo personal como en lo profesional. Primero se marcharon para siempre Virginia e Icilio, dos hijos que apenas habían empezado a vivir; más tarde su mujer, Margherita, fue a reunirse con ellos; al poco, llegó el estrepitoso fracaso del estreno de su segunda ópera. Una honda tristeza se le ha agarrado al alma y ha tomado la firme decisión de no componer nunca más ¿para qué seguir luchando? ¿para quién?

La casualidad hace que se encuentre con Merelli, el empresario de La Scala y, en el fondo, Verdi agradece que alguien le saque por unos momentos de su triste ensimismamiento. Merelli, hombre enérgico, vivaracho, le coge del brazo y le convence para que le acompañe al teatro; por el camino, se queja de que a Otto Nicolai, al que ha contratado para que le componga una ópera, no le gusta el libreto que Merelli le ha proporcionado.

—¿Puedes creerlo? Un libreto de Solera, lleno de situaciones dramáticas, de bellos coros, de poesía ¡un libreto extraordinario! Pero este tozudo no quiere ni oír hablar de él. Daría la cabeza por encontrar otro inmediatamente.

—¿Otro libreto u otro compositor?–piensa Verdi para sus adentros, aunque lo que dice en voz alta es: —¿Recuerdas el libreto de ‘Il proscrito’? No he escrito aún ni una sola nota, de modo que puedo devolvértelo.

—¡Maravilloso! –responde Merelli.

Hablando de estas cuestiones, los dos hombres llegan a la Scala. Para resguardarse del intenso frío que se siente aún dentro del teatro, Merelli insiste en pasar a su despacho, donde la chimenea está encendida. Allí, al tiempo que manda buscar el libreto de Il proscrito, entrega otro a Verdi:

—El libreto de Solera. Una lástima, un tema tan interesante… ¡Llévatelo y léelo! ¡A ver si no tengo razón!

—Pero ¿qué diablos quieres que haga yo con él? No tengo el menor interés en leer libretos.

—Hombre, no te va a morder. Lo lees y luego me lo devuelves. El argumento es el mismo que el de aquel ballet de hace tres años.

A regañadientes, el maestro deja que Merelli le coloque el libreto entre las manos. Se trata de un manuscrito enorme, escrito con grandes letras, según la costumbre de la época.

—Nabuccodonosor… –Verdi lee el título en voz alta y su pensamiento se traslada tres años atrás, cuando Margherita y él asistieron en la Scala a la representación del ballet al que se ha referido Merelli. Y vuelve a verla a ella y a escuchar su dulce voz…

Resignado ante la insistencia de Merelli, Verdi dobla el libreto, se lo mete en el bolsillo y se marcha. La puerta de artistas está cerrada, así que no tiene más remedio que salir por el teatro y, al cruzar el patio de butacas, se aviva la angustia que siente en su interior. A pesar su profundo amor por la música, jamás volverá a comparecer ante el público con una nueva ópera.

Interior Scala de Milán. El Magacín.

Acompañado por el tañido de la campana del Duomo, el maestro regresa a la humilde habitación en la que vive ahora. Mientras sus pies dejan constancia de su paso sobre la nieve que no cesa de caer, Verdi siente que una indescriptible angustia le oprime el corazón. En aquel estado de ánimo llega a su casa. Al despojarse del abrigo, el libreto se escurre del bolsillo que lo contenía y, al caer al suelo, se abre. La curiosidad hace que Verdi comience a leer la página que tiene ante sí, en la que aparecen estos versos:

“¡Vuela, pensamiento, con alas doradas,

pósate en las praderas y en las cimas

donde exhala su suave fragancia

el aire dulce de la tierra natal! […]”

Es casi una paráfrasis de la Biblia, la que él tantas veces ha leído.  El pueblo hebreo, prisionero y encadenado, es trasladado hasta Babilonia, y en el exilio llora a su patria lejana y perdida. Son aquellas Lamentaciones de Jeremías que escribió en un pasado que ahora le parece remoto y feliz, con aquellos conciertos en la acogedora cocina de los Barezzi, con la señora María preparando el vino caliente en el hogar encendido y Margherita cantando en el coro…

Firme en su propósito de no volver a escribir música, Verdi cierra el libreto y se mete en cama. Sin embargo, no es capaz de conciliar el sueño, porque no puede dejar de pensar en Nabucco. Al fin, vuelve a levantarse, y a la débil luz de un quinqué, envuelto en la colcha de la cama, se sienta ante una mesita y se dispone a leer el manuscrito. Y lo lee no una sino dos, tres veces. Merelli tenía razón. Se trata de un libreto muy hermoso que, después de meses y meses de inactividad, hace renacer en él aquella ilusión perdida.

Al día siguiente, el maestro se sabe el poema de Solera memoria, desde la primera letra hasta la última. A pesar de todo, no está dispuesto a cambiar de opinión, y acude al teatro para devolver a Merelli el manuscrito.

—¿A que está bien?

—Muy bien.

—Pues ponle música.

—¡Ni pensarlo!

—Vamos, ¿quieres hacerme caso? ¡Compón la música!

Y, diciendo esto, Merelli le obliga a coger de nuevo el libreto, le toma por los hombros y, a empujones, le saca del despacho, le da con la puerta en las narices y se cierra por dentro. Verdi no puede hacer otra cosa que regresar a casa con Nabucco en el bolsillo.

Bartolomeo Merelli. El Magacín.
Bartolomeo Merelli. El Magacín.

Un día un verso, otro día otro, un día una nota, otro día otra, poco a poco, en el otoño de 1841 la ópera está concluida; pero Merelli, a pesar de haberle prometido representarla en la Scala, no la pone en cartel para la temporada siguiente. Verdi, que es joven y tiene la sangre caliente, escribe al empresario una carta en la que da rienda suelta a toda su indignación; cuando acude al teatro para hacérsela llegar, se encuentra casualmente con Giuseppina Streponni, que debió haber sido la protagonista de su primera ópera. Como una chispa, surge en él una idea, y sin pensarlo dos veces aborda a aquella joven y graciosa prima donna:

—Señora…

—¡Maestro! ¿cómo está? —sorprendida y contenta de ver a Verdi, la Strepponi se lamenta al recordar que no pudo interpretar aquel ‘Oberto, conde de San Bonifacio’ y le pregunta si ha compuesto algo nuevo.

—Sí, una nueva ópera, para Merelli. Nabuccodonosor.

—¿Nabucco…?

—Nabuccodonosor.

—Nabuccodonosor… Qué extraño… no la he visto en cartel.

—Tiene razón, no está en cartel… —el maestro duda unos instantes pero, al fin, dice: —El personaje de la protagonista, Abigaile, lo he escrito pensando en usted. —esta mentira de Verdi despierta el interés de la Strepponi, que le contesta: —Oh… ¿de veras? Siento curiosidad… ¿cuándo podría escucharlo?

Dos días después, el maestro interpreta al piano, para Giuseppina, diversos fragmentos de su nueva ópera. Ya desde la obertura, la Strepponi se estremece con una música que es distinta a cuantas ha escuchado antes. En cada nota se siente cómo el genio de Verdi resucita de entre los escombros de su desoladora tristeza.

—¡Esta música debe escucharla el barítono Ronconi! Sí, estoy convencida, ¡no encontraremos otro Nabucco como él!

Giorgio Ronconi. El Magacín.
Giorgio Ronconi.

Giuseppina se ha conmovido tanto al escuchar este Nabucco que ya lo siente como suyo e insiste en que Verdi y ella deben ir a ver inmediatamente al que es uno de los grandes barítonos del momento, Giorgio Ronconi; éste, como era previsible, queda tan entusiasmado como la Strepponi. Y así, barítono y soprano se encargan de convencer a Merelli para que esta nueva ópera de Verdi vea la luz esa misma temporada.

Resentido quizás por haberse visto forzado a cambiar el cartel de la temporada cuando ya había sido anunciado, el empresario de la Scala manda llamar a Verdi y le dice:

—Vamos a estrenar Nabucco, pero debes tener en cuenta que he realizado enormes gastos para representar las otras nuevas óperas, de modo que para la tuya no podré encargar decorados ni vestuario. Tendrás que conformarte con lo que tengamos en el almacén.

¿Qué más da? Lo único que quiere Verdi es que su ópera se estrene cuanto antes. Por fin, sube a escena por vez primera el 9 de marzo de 1842 y es recibida por el público con un entusiasmo que raya en la apoteosis. Dada la situación política del país, el coro de los esclavos hebreos se convierte, en el corazón de los italianos, en el nuevo himno de una Italia que pugna por liberarse de la ocupación austríaca.

Verdi, sin pretenderlo, se transforma en la voz de aquellos que luchan por la libertad de Italia. Por las calles, aparecen pintadas en las que se lee: “¡Viva V.e.r.d.i.!” las cuales, aunque en apariencia rinden homenaje al gran maestro de Busseto, en realidad significan: “¡Viva Vittorio Emmanuele Re d’Italia!”. Una ingeniosa forma de burlar la censura austríaca para ensalzar al que diecinueve años después, se convertirá en el primer rey de Italia.

Con Nabucco se despierta en mí la idea de que, quizás, sean algunas óperas las que van en busca del autor que está destinado a escribirlas. Porque Verdi tenía que resurgir, y Nabucco era el vehículo perfecto para que su pensamiento, con alas doradas, volase hasta Margherita, Virginia e Icilio, para decirles: “Ésta ópera y las que vendrán son la mejor forma que tengo de buscar la felicidad y, por tanto, el mejor modo de honrar vuestro recuerdo”.

Un articulo de Pauline Viardot G

 

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